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El día que el Quijote pudo haber desaparecido.
Miguel de Cervantes estuvo cautivo en Argel. Su liberación fue fruto de un azar que a la postre permitiría al escritor terminar su magna obra. Podría haber sucedido así...
Hay un día en la historia de la Literatura que no aparece en ningún libro de texto, pero que podría haber cambiado nuestra cultura para siempre. Todo ocurrió por una casualidad y por el esfuerzo de un humilde fraile trinitario. Viajen conmigo al 15 de septiembre de 1590. Miguel de Cervantes está preso en Argel, donde ha pasado cinco años y protagonizado cuatro intentos de fuga. Por cada uno de ellos debería haber sido empalado o ahorcado, pero se ha salvado milagrosamente. Ahora languidece, cargado de cadenas, en un barco que zarpará a Constantinopla en cuanto suba la marea…
Fray Juan Gil intentaba abrirse paso por las abarrotadas calles del centro de Argel, en ruta siempre descendente hacia el puerto. Caminaba cojeando, pues el reúma había hecho mella en su cansado cuerpo. No podía perder tiempo. El barco de Hazán Bajá zarparía de un momento a otro.
El camino fue arduo, por las aceras abarrotadas y mal empedradas. Una vez llegado al muelle, no le fue difícil encontrar la enorme galera de velas rojas, en la última de las amarraduras, donde el calado era mayor.
—Ah, mi buen Fray Juan Gil –dijo el cadí, cuando el fraile subió a bordo–. ¿Habéis venido a despedirme?
—Me han dicho que vais a llevaros con vos a algunos de vuestros esclavos. Me gustaría rescatar a uno de ellos antes de que os marchaseis.
—¿En quién habéis pensado, fraile?
—En don Jerónimo Palafox.
El cadí sonrió con desgana.
—Está en la bajocubierta. Será un magnífico regalo para el emperador. Le gustan los jóvenes aristócratas españoles. Cuanto más resistentes, mejor.
Fray Juan sabía muy bien del odio del emperador Murad, el nieto de Solimán el Magnífico, por los españoles. Había jurado borrarlos de la faz de la Tierra, para lo cual estaba incluso barajando una antinatural alianza con la reina Isabel de Inglaterra, ante los ojos escandalizados de toda Europa. Si el barco zarpaba con Palafox a bordo, no habría rescate posible para él, jamás.
—Nombrad una cifra -dijo, con el corazón encogido.
—Mil ducados.
El fraile torció el gesto, pues aquella cantidad era el doble de lo que llevaba encima. La fortuna de la familia Palafox está en horas bajas, y apenas han contribuido con doscientos ducados. Intentó regatear con Hazán Bajá, pero este no rebajó la cifra ni un maravedí.
Fray Juan había negociado bastantes veces con él, y sabía cuándo no quería vender a uno de sus esclavos. Por desgracia, el destino del joven aristócrata estaba sellado. Lo cual le obligaba a tomar una rápida decisión. El siguiente en su lista era un soldado que llevaba más de cinco años cautivo en Argel, y cuya familia había vendido hasta la última fanega de tierra que poseía en España para rescatarle. Le dijo su nombre al cadí.
—Ah, ese. Le tengo un cierto aprecio, es gran conversador. Pensaba guardármelo para mi… uso personal.
—¿Podría ser que os hiciese cambiar de planes?
Hazán Bajá reflexionó durante unos instantes.
—Necesito una alfombra nueva. Seiscientos escudos, en oro. Y más os vale traerlos antes de que zarpemos.
Una terrible fatiga se apoderó de Fray Juan, y el reúma le dolió más que nunca. No tenía esa cantidad en metálico. Tendría que desandar el camino hasta las tiendas de la parte alta del mercado, reunir a varios cambistas –pues sería difícil que uno solo de ellos tuviese tanta cantidad de escudos–, y pagar por el cambio un altísimo interés que causaría un descubierto en sus mermadas cuentas. Luego habría de volver a bajar a la carrera hasta el muelle, abriéndose paso por entre la sudorosa multitud, y todo ello a pleno sol y prácticamente en ayunas. Y lo peor de todo es que sería seguramente inútil, pues todo aquello le llevaría más de una hora.
Hijo, espero que valgáis todo este esfuerzo, pensó el fraile.
Fray Juan tardó más de dos horas en regresar, y desesperaba de encontrar en su lugar la enorme galera de Hazán Bajá. La marea alta había llegado, pero por un error de un capitán la carga no se había estibado correctamente.
—Habéis tenido suerte, fraile –dijo Hazán Bajá. Le hizo una seña a un criado, que recogió la pesada bolsa de oro–. O más bien la ha tenido vuestro nuevo amigo. Es todo vuestro.
El fraile ayudó a bajar del barco al soldado.
—¿Qué día es hoy? –consiguió preguntar este.
—19 de septiembre de 1580.
—Santo cielo –dijo el soldado, enjugándose las lágrimas–. Nueve meses en esa mazmorra. Sin luz, sin más que un dedal de agua al día. Bendito seáis, padre.
—Recordad siempre este día, amigo. Y haced que los que os resten de vida merezcan la pena –dijo Fray Juan.
Miguel de Cervantes asintió y le dio su palabra más solemne de que así lo haría.
Y así lo hizo.
Una bonita historia, narrada por Juan Gómez Jurado en ABC.
Miguel de Cervantes estuvo cautivo en Argel. Su liberación fue fruto de un azar que a la postre permitiría al escritor terminar su magna obra. Podría haber sucedido así...
Hay un día en la historia de la Literatura que no aparece en ningún libro de texto, pero que podría haber cambiado nuestra cultura para siempre. Todo ocurrió por una casualidad y por el esfuerzo de un humilde fraile trinitario. Viajen conmigo al 15 de septiembre de 1590. Miguel de Cervantes está preso en Argel, donde ha pasado cinco años y protagonizado cuatro intentos de fuga. Por cada uno de ellos debería haber sido empalado o ahorcado, pero se ha salvado milagrosamente. Ahora languidece, cargado de cadenas, en un barco que zarpará a Constantinopla en cuanto suba la marea…
Fray Juan Gil intentaba abrirse paso por las abarrotadas calles del centro de Argel, en ruta siempre descendente hacia el puerto. Caminaba cojeando, pues el reúma había hecho mella en su cansado cuerpo. No podía perder tiempo. El barco de Hazán Bajá zarparía de un momento a otro.
El camino fue arduo, por las aceras abarrotadas y mal empedradas. Una vez llegado al muelle, no le fue difícil encontrar la enorme galera de velas rojas, en la última de las amarraduras, donde el calado era mayor.
—Ah, mi buen Fray Juan Gil –dijo el cadí, cuando el fraile subió a bordo–. ¿Habéis venido a despedirme?
—Me han dicho que vais a llevaros con vos a algunos de vuestros esclavos. Me gustaría rescatar a uno de ellos antes de que os marchaseis.
—¿En quién habéis pensado, fraile?
—En don Jerónimo Palafox.
El cadí sonrió con desgana.
—Está en la bajocubierta. Será un magnífico regalo para el emperador. Le gustan los jóvenes aristócratas españoles. Cuanto más resistentes, mejor.
Fray Juan sabía muy bien del odio del emperador Murad, el nieto de Solimán el Magnífico, por los españoles. Había jurado borrarlos de la faz de la Tierra, para lo cual estaba incluso barajando una antinatural alianza con la reina Isabel de Inglaterra, ante los ojos escandalizados de toda Europa. Si el barco zarpaba con Palafox a bordo, no habría rescate posible para él, jamás.
—Nombrad una cifra -dijo, con el corazón encogido.
—Mil ducados.
El fraile torció el gesto, pues aquella cantidad era el doble de lo que llevaba encima. La fortuna de la familia Palafox está en horas bajas, y apenas han contribuido con doscientos ducados. Intentó regatear con Hazán Bajá, pero este no rebajó la cifra ni un maravedí.
Fray Juan había negociado bastantes veces con él, y sabía cuándo no quería vender a uno de sus esclavos. Por desgracia, el destino del joven aristócrata estaba sellado. Lo cual le obligaba a tomar una rápida decisión. El siguiente en su lista era un soldado que llevaba más de cinco años cautivo en Argel, y cuya familia había vendido hasta la última fanega de tierra que poseía en España para rescatarle. Le dijo su nombre al cadí.
—Ah, ese. Le tengo un cierto aprecio, es gran conversador. Pensaba guardármelo para mi… uso personal.
—¿Podría ser que os hiciese cambiar de planes?
Hazán Bajá reflexionó durante unos instantes.
—Necesito una alfombra nueva. Seiscientos escudos, en oro. Y más os vale traerlos antes de que zarpemos.
Una terrible fatiga se apoderó de Fray Juan, y el reúma le dolió más que nunca. No tenía esa cantidad en metálico. Tendría que desandar el camino hasta las tiendas de la parte alta del mercado, reunir a varios cambistas –pues sería difícil que uno solo de ellos tuviese tanta cantidad de escudos–, y pagar por el cambio un altísimo interés que causaría un descubierto en sus mermadas cuentas. Luego habría de volver a bajar a la carrera hasta el muelle, abriéndose paso por entre la sudorosa multitud, y todo ello a pleno sol y prácticamente en ayunas. Y lo peor de todo es que sería seguramente inútil, pues todo aquello le llevaría más de una hora.
Hijo, espero que valgáis todo este esfuerzo, pensó el fraile.
Fray Juan tardó más de dos horas en regresar, y desesperaba de encontrar en su lugar la enorme galera de Hazán Bajá. La marea alta había llegado, pero por un error de un capitán la carga no se había estibado correctamente.
—Habéis tenido suerte, fraile –dijo Hazán Bajá. Le hizo una seña a un criado, que recogió la pesada bolsa de oro–. O más bien la ha tenido vuestro nuevo amigo. Es todo vuestro.
El fraile ayudó a bajar del barco al soldado.
—¿Qué día es hoy? –consiguió preguntar este.
—19 de septiembre de 1580.
—Santo cielo –dijo el soldado, enjugándose las lágrimas–. Nueve meses en esa mazmorra. Sin luz, sin más que un dedal de agua al día. Bendito seáis, padre.
—Recordad siempre este día, amigo. Y haced que los que os resten de vida merezcan la pena –dijo Fray Juan.
Miguel de Cervantes asintió y le dio su palabra más solemne de que así lo haría.
Y así lo hizo.
Una bonita historia, narrada por Juan Gómez Jurado en ABC.